Ella era una chica de piel blanca y ojos oscuros, de figura tan frágil que la comparaban con una roja amapola, pero en su interior, su alma era raída por los colmillos de aquella negra bestia, que cada noche pugnaba con destapar el horror que encerraba, y su mente aún joven, enloquecía con cada aullido de la bestia. Antes su fe era fuerte y entera, pero ahora , ahora las grietas habían hecho en ella mellas, amenazando con desmoronarla en cualquier instante y ya sólo le quedaba aquella única esperanza, la de aquella leyenda caída de los tiempos que debía buscar con premura. La bestia cada noche le mostraba su poder aniquilador, del cual ella sería su instrumento en cuanto rompiera las cadenas que a duras penas seguían aprisionándola. Tres días con sus noches llevaba por aquel deshumanizado bosque vagando en busca del ansiado portal, sabía que encontrarlo sería caer en los brazos de la noche infinita, pero también sería el final de la bestia y la salvación de su alma.
El bosque parecía una repetición constante de sombras y ramas retorcidas , los troncos brotaban entre el mar de musgo, que amenazaba con atrapar sus ligeros pies en cualquier momento para engullirla de alguna forma, la luz del día apenas se distinguía entre las copas de aquellos enmarañados fantasmas de madera. Pero ella debía de seguir buscando, temía más a su bestia que a cualquier bosque infinito. De su tragedia sólo sabía la vieja Anabel, una viejecita de pelo blanco y desdentada por los años vividos, a la cual le había sido arrebatada el don de la vista en el mismo momento de nacer y a la que paradójicamente esa misma carencia le había propiciado poder ver aquello que estaba oculto a la mirada de los demás mortales que miraban con el sólo sentido. Ella y sólo ella había podido ver al monstruo que encerraba su interior y había sido también la que le había hablado de la leyenda que ese bosque escondía. Se decía que en lo más recóndito de él y sólo para aquellos que fueran capaces del amor más limpio, se abriría un portal en forma de aguas cristalinas, que se convertía en espejo del alma que en sus aguas entrase, purificando y dando la paz y el equilibrio que cada uno precisara, pero que si por el contrario, aquel que en el mágico estanque entrara y no encontrase tal dicha, jamás de el regresaría y sería entregado a la dama fría de la noche infinita y condenado a vagar por ese bosque hasta ser capaz del estanque salir.
Anabel le había advertido que si era capaz de encontrarlo, lo cual ya de por si sería una complicada suerte, se lo pensase muy bien antes de en él sumergirse.
Aquel maldito bosque parecía infinito y su estómago empezaba a rugir. Ya hacía horas de su última comida y en su pequeña mochila ya no quedaba ni una de las tortas de maíz que había preparado y el agua… tampoco le andaba quedando apenas y toda la que había visto hasta el momento estaba estancada y putrefacta. Y ese silencio solo roto por sus pasos amenazaba con hacerla perder la cordura. Desde luego la vieja Anabel no se había quedado corta al describir el horror de aquel lugar. Pero justo a cada vez que empezaba a perder los ánimos en su mente aparecían los encendidos ojos de la bestia y el sólo pensamiento de enfrentarse a ella en su sueño, la espoleaba dándole fuerzas para seguir caminando.
Decidió que era necesario buscar con que alimentarse, ella conocía bien toda clase de hongos y musgos y aunque de momento no había divisado ninguno comestible se prometió a si misma estar atenta a cualquier vestigio de ellos. Mientras seguía deambulando por aquel retorcido y ennegrecido bosque, había decidido sobrevivir como fuera hasta encontrar el mágico estanque y acabar con su bestia. No importaba el precio que tuviera que pagar para ello.
La cosa siguió de la misma manera por varias horas, a cada paso se sentía más desfallecida y empezó a tener la sensación de estar dando vueltas sobre sí misma. No había nada sobre lo que tomar ninguna referencia. Todo era una repetición constante y el cielo, simplemente había desaparecido a su vista. La humedad bochornosa que la rodeaba la hacía sudar copiosamente, a la par que le producía temblores helados. No tardarían en aparecerle escoceduras del constante roce de sus miembros al caminar. Su mente quería quejarse y gritar a cada instante pero ella la acallaba tratando de mantenerse firme. Se detuvo! Casi no podía creérselo allí frente a ella, en un pequeño claro entre los aturullados troncos divisó un pequeño grupo de setas, que ansiosamente deseó fueran comestibles. Se acercó despacito, como con miedo y casi emocionada se dio cuenta de que sí, eran comestibles. Unas lagrimillas comenzaron a manar de sus ojos, mientras su garganta dejaba escapar unos ligeros sollozos tanto de alivio como de angustia mal reprimida. No era gran cosa, pero era algo con lo que saciar su ya dolorido estómago. Con cuidado se arrodilló junto a ellos escarbando con delicadeza para desenterrarlos, no tenía con que limpiarlos, así que decidió soplarle lo más fuertemente que pudiera, a fin de quitarles la máxima tierra posible. Sus dientes rechinaban y el sabor era algo amargoso, pero a ella le pareció el mejor de los manjares. Por un momento se olvidó del lugar concentrándose solamente en el hecho de nutrirse comiéndolos despacio y con cuidado. Cuando terminó bebió un sorbito de la escasa agua que aún acaparaba.
Se recostó ligeramente pensando en continuar en cuanto les diera un poco de reposo a sus maltrechas piernas, pero un pesado sopor se apoderó de ella sin siquiera darse cuenta, quedándose dormida.
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